Intentaba dormir. El vuelo había despegado a las seis de la mañana, lo cual había significado dejar el cuarto del hotel a las cuatro y a la carrera, liquidar la habitación y regatear unas llamadas de larga distancia que no había realizado (nunca conocí a nadie en Mozambique), tomar un taxi al aeropuerto, documentar la maleta, pasar los controles de seguridad en donde uno es tomado, siempre, como un terrorista en ciernes y esperar una hora en una salita que no le pedía nada en incomodidades a las de espera del ISSSTE antes de subir al avión. Quería, intensamente, dormir. Pero mi vecino de asiento tenía otros planes.

Lo primero fue un comentario más o menos fortuito. Cuando la asistente de vuelo caminó junto a nosotros para corroborar que tuviéramos puestos nuestros cinturones de seguridad, el tipo la miró alejarse, resopló apreciativamente y aventuró esa expresión inconfundible con que alguien finge asombro. “Tssss, qué mujerón”, soltó, como al aire. Yo cerré los ojos y procuré no darle el menor atisbo de vida. Fue inútil. Apenas despegar, mi vecino, un sujeto de unos 40 años, trajeado, con el cabello recortado con ese estilo marcial que los peluqueros de antaño llamaban “de cepillo”, decidió que mi obligación era conversar con él. “Me gustan las azafatas, porque nunca hay azafatas gordas, todas son flaquitas”, dijo. “Aunque esta así como que tan flaquita no está ¿eh?”. Su comentario le provocó una sonrisa enorme de gorila. ¿Qué responder? ¿Que sus ideas al respecto me interesaban más o menos lo mismo que los rituales de apareamiento de las focas?

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